Es un día cualquiera de 2003,
mientras pasaba los canales de la televisión por cable ilegal, comenzó a correr (tal vez
en AXN) un video musical: un tipo en camisilla gris sentado con la mirada fija
en el piso. Un bajo. Una guitarra. Una batería. Y la voz del tipo de bigote
delgado. Un bigote que a cualquier otro se le hubiese visto ridículo. Pero no a
Chris Cornell.
Like a Stone golpeó sobre mí como pedrada en el gusto musical. Como
un pescador, con el control como caña, me dediqué desde ese día a esperar a que
apareciera una vez más el video de la canción. No podía dejar de escuchar la
voz de ese tipo. Nunca la dejé de escuchar.
En un mundo en el que
apenas empezaba a popularizarse la palabra Internet, sin la rapidez, sin la cobertura,
sin Youtube, hice lo que hoy es impensable. Ahorrando hasta el último centavo (con
lo poco que podía hacer alguien a sus 16 años), compré el álbum Audioslave, que, por cierto, no fue nada
barato.
Había en la portada una llama
gigantesca y alguien minúsculo contemplándola. Vino la tarea inevitable,
maniática, el intentar darle significado a las cosas: llama prometeica. Música
robada a los dioses para conservar en la tierra un pedazo de divinidad. Calor
para el alma. Sentido al mundo.
Más tarde, vino el
tiempo. Saber qué era Soundgarden, el
grunge, el post-grunge, las otras fantásticas canciones, la fama, las
adicciones. La historia.
Aun así, me quedo con lo
que sentí: ¿cómo podía ser una voz fuerte y frágil a la vez? ¿Cómo lograba producir
heridas y ser reparadora al mismo tiempo? ¿Cómo nostálgica y esperanzadora?
¿Cómo lo hacías?
En al amanecer de un
nuevo día, mientras preparo huevos fritos en una ciudad lejana de casa, me
entero de la muerte de Cornell. No puedo evitarlo: las lágrimas de un pasado
muy presente. “Gracias, viejo”, pienso. “Gracias”.
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