21 de julio del 356 a. C.
Cuenta
Valerio Máximo, en su Libro de hechos y
dichos memorables –si bien se cuida de mencionar el nombre del profanador–,
que se supo de un hombre que, en el 356 a. C, “había planeado incendiar el
templo de Diana en Éfeso, de tal modo que por la destrucción del más bello de
los edificios su nombre sería conocido en el mundo entero”.
A pesar de las
prohibiciones de los sucesivos reyes persas, el nombre del desconocido pastor
que redujo a cenizas la enorme estructura –considerada una de las siete
maravillas del Mundo Antiguo– sería consignado por el historiador griego
Teopompo y puede encontrarse actualmente en afirmaciones como “complejo erostrático”
o “fama erostrática”, referentes a aquellos que encuentran en la destrucción
una forma de perpetuación o inmortalidad por vía negativa.
De las circunstancias íntimas de Eróstrato, no hay
demasiada información. Resulta arbitrario incluso hacer corresponder su rostro
con las muchas formas que la estatuaria griega nos ha transmitido de atletas y
dioses. El escritor Marcel Schwob arriesga: “No se supo quién era su padre. Más
tarde Eróstrato declaró que era hijo del fuego. Su cuerpo estaba marcado, bajo
la tetilla izquierda, con una media luna que pareció encenderse cuando lo
torturaron. (…). Fue colérico y permaneció virgen. Corroían su rostro unas
líneas oscuras y el tinte de su piel era negruzco.”
Explosión en una catedral, de Monsú Desiderio 1630
24
de marzo de 2015 d. C.
Un avión tipo Airbus
A320-211 de la línea operadora alemana Germanwings, que cubría la ruta
Barcelona-Düsseldorf, se estrella en el macizo Estrop, en los Alpes franceses
de Provenza. Las causas del siniestro: el copiloto Andreas Lubitz, aprovechando
que el piloto ha dejado por unos momentos la cabina, toma los controles e
intencionalmente precipita la nave a tierra. El resultado: 150 muertos de 21
ciudadanías. Ningún sobreviviente.
Andreas
Lubitz aparece descrito por sus amigos y vecinos como “tranquilo”, “afable” eincluso “divertido”. En las múltiples imágenes que rondan los medios se le ve
sonriendo a la cámara, con un fondo de amables paisajes, ejercitándose, en
apariencia disfrutando la vida. 28 años. Copiloto. Hombre del “primer mundo”.
Blanco. Incluso en los últimos momentos, según registra la caja negra, su
respiración se escucha “normal”. Probablemente su rostro estará igual de
“tranquilo y “afable” hasta los últimos momentos.
Al
parecer, Lubitz sufría de una enfermedad no especificada que habría puesto en
riesgo su labor. Declaraciones textuales de su ex novia, revelan, no obstante,
un giro inesperado: “Recuerdo que me dijo: ‘un día voy a hacer algo quecambiará todo el sistema y todo el mundo sabrá mi nombre y me recordará’”.
Dioses
y hombres
Dos mil años median
entre los hechos relatados –invasiones, cruzadas, conquistas trasatlánticas y
dos guerras mundiales continúan la línea entre el incendio de Éfeso y el
desastre de Germanwings–. Dos acontecimientos históricos que, no obstante,
comparten un componente psicológico perturbardor: la persecución de la
inmortalidad como escape de la insatisfacción del “yo”. Monumentos, templos,
ciudades, tumbas, guerras y rituales no son mayor respuesta a los terrores del
olvido que las decisiones tomadas en distintos siglos por dos hombres comunes y
corrientes: Lubitz y Eróstrato.
En
su relato “La escritura de Dios”, Borges se refiere a cómo el deseo de inmortalidad
–algo similar ocurre en su otro cuento sobre inmortales– reduce la valiosa singularidad
de la existencia. Diremos: incurre en la pérdida del estremecimiento histórico
de haber pertenecido a un tiempo, de haber compartido con los otros.
Eróstrato ofrece a los dioses de la inmortalidad su
blasfemia en fuego; Lubitz, 150 almas que no deseaban, a las que todavía no les correspondía morir. Ambos
entregan lo que no les pertenece. Paradójico ritual en el que para liberarse
del tiempo se busca ser recordado por éste. Una ritualización perversa que no
comulga con la ética del tiempo al que pertenece, y donde la inmortalidad resulta
a todas luces inhumana, deshumanizadora.
Y es que el ritual sólo es posible gracias al contexto
colectivo en el que ocurre. Debe alinearse con el tiempo para poder superarlo; no
destruirlo con el propósito de ser evocado por sus ruinas. Un sacrificio
humano, en el sentido colectivo, en el sentido arcaico, cuenta con una
significación de sutura: una pretensión de comunión con el Todo, con lo
Absoluto. No hay afrenta ni impiedad en ello.
La desviación perversa del ritual, sin embargo, se
convierte en una desviación de la colectividad. Un triste intento de destruir
el propio tiempo histórico –que hace posible el ritual– para alcanzar una
inmortalidad que, paradójicamente, vuelve sus ojos a lo que ha destruido. Para
que se le recuerde. Para que se le vea. Para que existan “testigos”. No hay,
pues, una conexión entre sujeto-sociedad o incluso entre sujeto-sujeto.
En nuestro afán de individualidad, bajo nuestra
pretendida imposición de lo personal sobre lo colectivo, este triste evento de
Germanwings nos interpela; se convierte en la manifestación máxima, en el
lamento de un hombre que no es capaz de enfrentarse al olvido de su propia
muerte, ni a la dignidad ritual de un suicidio –piénsese en el suicidio
samurái, que se relaciona con el fracaso del individuo respecto al grupo al que
pertenece–. Desconexión
con el tiempo.
Reconciliarse
con el olvido es aceptar que el “yo” no puede desligarse del tiempo. Que
otros vendrán. “Who wants to live
forever?/ Who wants to live
forever?/ Forever is our today/ Who
waits forever anyway?”
Escrito en conjunto con Roman Saball
Escrito en conjunto con Roman Saball