Estamos en guerra civil. No hablo de la
obviedad del conflicto armado que ha perdurado gran parte del siglo XX y de lo
que va del XXI. Hablo del tipo de violencia que explota cada día en las
ciudades.
Un mototaxista prende fuego a su moto cuando
agentes del DATT (Departamento Administrativo de Tránsito y Transporte) lo
detienen y descubren la ausencia de papeles. Un joven de veinte años esasesinado con arma de fuego en la terraza de su casa por dos motorizados: todo por
haber impedido un robo horas antes.
Describo esto casos no porque sean los únicos
que han ocurrido en Cartagena, sino por lo que representan, un tipo de
violencia especial: el resentimiento en su más puro estado.
No es gratuito. Podrían nombrarse razones
altamente repetidas que no hacen eco en lo institucional. La endémica exclusión
económica de la que ha sido víctima gran parte de la naturaleza de la ciudad.
Esta crece, se inserta en una dinámica globalizada desconociendo, negando,
rechazando, siendo antítesis de los procesos locales. Por otro lado, la
ausencia de protagonismo en estos meses por parte de la guerrilla en el campo
militar parece obligar a los medios a visibilizar la urbe. De repente
“pareciera” que se dispararan los crímenes menores, los robos, los
asesinatos. La percepción de inseguridad se
dispara.
Y con lo anterior, la ausencia de
legitimidad. Porque cuando un sujeto prefiere quemar el vehículo que le da para
subsistir, a él y posiblemente a otros familiares, reconoce en las cenizas más
legitimidad que el Estado. Cuando un par de ladrones regresan horas después
para asesinar al sujeto que impidió el robo, es simple malditidad. No hay
ganancia económica. Hay riesgo (a unos metros se encuentra una estación de
policía, de las más grandes de la
ciudad), y aún así se ejecuta el vil acto. Y el otro
lado, la turba enardecida que persigue linchar al criminal. Esto es
pura rabia. Esto es pura guerra civil.
El ensayista y poeta Hans Magnus Enzensberger
expone en su ensayo Perspectivas de guerra
civil la idea de “guerra civil molecular”, entendida como estallidos de
violencia en las metrópolis, sin aparente convicción, donde “las luchas entre
bandas siempre son los perdedores quienes disparan contra otros perdedores”. Y
vaya que Cartagena y el país están llenos de perdedores, producto de una
política de exclusión crónica que viene desde el mismo comienzo del
estado.
Guerras civiles moleculares. Violencias en
intersticios. La rutina laboral que se mezcla con la violencia espontanea del
sujeto de al lado. Del vecino. Del conductor. De uno mismo. Una
“cotidianización” de la violencia que se revienta, que se incendia como la moto
que le da de comer al conductor, como el joven que recibe siete balazos de
gratis. Comprar el pan de día, apuñalar al vecino de noche, dormir para
madrugar al día siguiente, “a ver que sale”.
La ciudad se consume sola, mientras la
violencia naturalizada se hace más escandalosa y la sociedad más cínica,
indolente. Esto hace necesario un giro, porque de no ser así, la ciudad se
dirige a un abismo, a la ignominia moral absoluta.
Ciertamente, esto es una guerra civil que no es de ahora, ya hace mucho tiempo que la,ley dejó de ser lo que debe representar, que sea algo menor o inverosímil, no nos hace diferentes al resto de las guerras en el mundo, y para mi concepto, esta fue, es y será la que en algún momento del tiempo reconoceremos como "la eterna patria boba"...
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