lunes, 30 de marzo de 2015

Guerras contra el olvido

21 de julio del 356 a. C.

Cuenta Valerio Máximo, en su Libro de hechos y dichos memorables –si bien se cuida de mencionar el nombre del profanador–, que se supo de un hombre que, en el 356 a. C, “había planeado incendiar el templo de Diana en Éfeso, de tal modo que por la destrucción del más bello de los edificios su nombre sería conocido en el mundo entero”.

A pesar de  las prohibiciones de los sucesivos reyes persas, el nombre del desconocido pastor que redujo a cenizas la enorme estructura –considerada una de las siete maravillas del Mundo Antiguo– sería consignado por el historiador griego Teopompo y puede encontrarse actualmente en afirmaciones como “complejo erostrático” o “fama erostrática”, referentes a aquellos que encuentran en la destrucción una forma de perpetuación o inmortalidad por vía negativa.

De las circunstancias íntimas de Eróstrato, no hay demasiada información. Resulta arbitrario incluso hacer corresponder su rostro con las muchas formas que la estatuaria griega nos ha transmitido de atletas y dioses. El escritor Marcel Schwob arriesga: “No se supo quién era su padre. Más tarde Eróstrato declaró que era hijo del fuego. Su cuerpo estaba marcado, bajo la tetilla izquierda, con una media luna que pareció encenderse cuando lo torturaron. (…). Fue colérico y permaneció virgen. Corroían su rostro unas líneas oscuras y el tinte de su piel era negruzco.”

Explosión en una catedral, de Monsú Desiderio 1630


24 de marzo de 2015 d. C.

Un avión tipo Airbus A320-211 de la línea operadora alemana Germanwings, que cubría la ruta Barcelona-Düsseldorf, se estrella en el macizo Estrop, en los Alpes franceses de Provenza. Las causas del siniestro: el copiloto Andreas Lubitz, aprovechando que el piloto ha dejado por unos momentos la cabina, toma los controles e intencionalmente precipita la nave a tierra. El resultado: 150 muertos de 21 ciudadanías. Ningún sobreviviente.

Andreas Lubitz aparece descrito por sus amigos y vecinos como “tranquilo”, “afable” eincluso “divertido”. En las múltiples imágenes que rondan los medios se le ve sonriendo a la cámara, con un fondo de amables paisajes, ejercitándose, en apariencia disfrutando la vida. 28 años. Copiloto. Hombre del “primer mundo”. Blanco. Incluso en los últimos momentos, según registra la caja negra, su respiración se escucha “normal”. Probablemente su rostro estará igual de “tranquilo y “afable” hasta los últimos momentos.

Al parecer, Lubitz sufría de una enfermedad no especificada que habría puesto en riesgo su labor. Declaraciones textuales de su ex novia, revelan, no obstante, un giro inesperado: “Recuerdo que me dijo: ‘un día voy a hacer algo quecambiará todo el sistema y todo el mundo sabrá mi nombre y me recordará’”.

Dioses y hombres

Dos mil años median entre los hechos relatados –invasiones, cruzadas, conquistas trasatlánticas y dos guerras mundiales continúan la línea entre el incendio de Éfeso y el desastre de Germanwings–. Dos acontecimientos históricos que, no obstante, comparten un componente psicológico perturbardor: la persecución de la inmortalidad como escape de la insatisfacción del “yo”. Monumentos, templos, ciudades, tumbas, guerras y rituales no son mayor respuesta a los terrores del olvido que las decisiones tomadas en distintos siglos por dos hombres comunes y corrientes: Lubitz y Eróstrato.

En su relato “La escritura de Dios”, Borges se refiere a cómo el deseo de inmortalidad –algo similar ocurre en su otro cuento sobre inmortales– reduce la valiosa singularidad de la existencia. Diremos: incurre en la pérdida del estremecimiento histórico de haber pertenecido a un tiempo, de haber compartido con los otros.

Eróstrato ofrece a los dioses de la inmortalidad su blasfemia en fuego; Lubitz, 150 almas que no deseaban, a las que todavía no les correspondía morir. Ambos entregan lo que no les pertenece. Paradójico ritual en el que para liberarse del tiempo se busca ser recordado por éste. Una ritualización perversa que no comulga con la ética del tiempo al que pertenece, y donde la inmortalidad resulta a todas luces inhumana, deshumanizadora.

Y es que el ritual sólo es posible gracias al contexto colectivo en el que ocurre. Debe alinearse con el tiempo para poder superarlo; no destruirlo con el propósito de ser evocado por sus ruinas. Un sacrificio humano, en el sentido colectivo, en el sentido arcaico, cuenta con una significación de sutura: una pretensión de comunión con el Todo, con lo Absoluto. No hay afrenta ni impiedad en ello.

La desviación perversa del ritual, sin embargo, se convierte en una desviación de la colectividad. Un triste intento de destruir el propio tiempo histórico –que hace posible el ritual– para alcanzar una inmortalidad que, paradójicamente, vuelve sus ojos a lo que ha destruido. Para que se le recuerde. Para que se le vea. Para que existan “testigos”. No hay, pues, una conexión entre sujeto-sociedad o incluso entre sujeto-sujeto.

En nuestro afán de individualidad, bajo nuestra pretendida imposición de lo personal sobre lo colectivo, este triste evento de Germanwings nos interpela; se convierte en la manifestación máxima, en el lamento de un hombre que no es capaz de enfrentarse al olvido de su propia muerte, ni a la dignidad ritual de un suicidio –piénsese en el suicidio samurái, que se relaciona con el fracaso del individuo respecto al grupo al que pertenece–. Desconexión con el tiempo.

Reconciliarse con el olvido es aceptar que el “yo” no puede desligarse del tiempo. Que otros vendrán. “Who wants to live forever?/ Who wants to live forever?/ Forever is our today/ Who waits forever anyway?

Escrito en conjunto con Roman Saball

miércoles, 25 de marzo de 2015

Guerra Civil


Estamos en guerra civil. No hablo de la obviedad del conflicto armado que ha perdurado gran parte del siglo XX y de lo que va del XXI. Hablo del tipo de violencia que explota cada día en las ciudades. 

Un mototaxista prende fuego a su moto cuando agentes del DATT (Departamento Administrativo de Tránsito y Transporte) lo detienen y descubren la ausencia de papeles. Un joven de veinte años esasesinado con arma de fuego en la terraza de su casa por dos motorizados: todo por haber impedido un robo horas antes. 

Describo esto casos no porque sean los únicos que han ocurrido en Cartagena, sino por lo que representan, un tipo de violencia especial: el resentimiento en su más puro estado.

No es gratuito. Podrían nombrarse razones altamente repetidas que no hacen eco en lo institucional. La endémica exclusión económica de la que ha sido víctima gran parte de la naturaleza de la ciudad. Esta crece, se inserta en una dinámica globalizada desconociendo, negando, rechazando, siendo antítesis de los procesos locales. Por otro lado, la ausencia de protagonismo en estos meses por parte de la guerrilla en el campo militar parece obligar a los medios a visibilizar la urbe. De repente “pareciera” que se dispararan  los crímenes menores, los robos, los asesinatos. La percepción de inseguridad se dispara.

Y con lo anterior, la ausencia de legitimidad. Porque cuando un sujeto prefiere quemar el vehículo que le da para subsistir, a él y posiblemente a otros familiares, reconoce en las cenizas más legitimidad que el Estado. Cuando un par de ladrones regresan horas después para asesinar al sujeto que impidió el robo, es simple malditidad. No hay ganancia económica. Hay riesgo (a unos metros se encuentra una estación de policía, de las más grandes de la ciudad), y aún así se ejecuta el vil acto. Y el otro lado, la turba enardecida que persigue linchar al criminal. Esto es pura rabia. Esto es pura guerra civil.

El ensayista y poeta Hans Magnus Enzensberger expone en su ensayo Perspectivas de guerra civil la idea de “guerra civil molecular”, entendida como estallidos de violencia en las metrópolis, sin aparente convicción, donde “las luchas entre bandas siempre son los perdedores quienes disparan contra otros perdedores”. Y vaya que Cartagena y el país están llenos de perdedores, producto de una política de exclusión crónica que viene desde el mismo comienzo del estado. 

Guerras civiles moleculares. Violencias en intersticios. La rutina laboral que se mezcla con la violencia espontanea del sujeto de al lado. Del vecino. Del conductor. De uno mismo. Una “cotidianización” de la violencia que se revienta, que se incendia como la moto que le da de comer al conductor, como el joven que recibe siete balazos de gratis. Comprar el pan de día, apuñalar al vecino de noche, dormir para madrugar al día siguiente, “a ver que sale”.

La ciudad se consume sola, mientras la violencia naturalizada se hace más escandalosa y la sociedad más cínica, indolente. Esto hace necesario un giro, porque de no ser así, la ciudad se dirige a un abismo, a la ignominia moral absoluta.