En un semáforo habitual siempre observo un hombre que ofrece limpiar los vidrios de los autos.
Negro, grande, mediana edad, ropa sucia y
mirada furiosa. Me pregunto a qué o a quién mira así. No es a un particular, ni
a aquellos que rechazan con un gesto su servicio, no es a nadie y es a todos.
Lo he visto lavar los parabrisas con esa
mirada; recibir el dinero con la misma furia sorda, como si igual le diera la
caridad o la fortuna de una moneda recibida o negada.
Tal vez sospeche una perversión invisible cuando
extendemos la mano, en piadoso gesto de moneda que nos sobra, lanzada al aire, búsqueda
de redención cotidiana.
Merecemos su furia, incluso cuando obramos
bien.