Cuando le dices a
alguien “negro hijo de puta”, estás siendo racista.
Los últimos
acontecimientos en Cartagena: a raíz de un accidente de tránsito, en los que
una mujer se refiere a un taxista como “negro hijo de puta”, “negro malparido”,
“negro bobo”, han despertado comentarios a favor y en contra del taxista y la
conductora.
Escribo
estas líneas porque veo que el enfoque de la discusión se tergiversa, se
altera, confunde el lugar al que debe ir.
Hay hechos:
1) El transporte en la ciudad es una
mierda. Y los taxistas, como actores, contribuyen altamente a que así sea. Pero
no son los únicos.
2) La mayoría de la población cartagenera
es afrodescendiente.
3) La sociedad cartagenera es racista.
El
insulto es una forma de comunicación, llámese un mensaje con la intención de
lastimar, denigrar o afectar negativamente al receptor. Pero el lenguaje es
ideológico. Los actos de comunicación (verbales, escritos,
artísticos, etc.) hacen parte de un imaginario de ideas que un individuo
(dentro de la sociedad) tiene sobre la realidad. Y en esa línea, el insulto,
como acto comunicativo, es también ideológico.
En
la sociedad convergen diferentes tipos de ideologías: hay quienes están en
contra y a favor del aborto, del matrimonio tradicional o Lgtb, quienes están a
favor del diálogo con las Farc o no, quienes les interesa un partido político o
no. Ahí está operando la ideología. A cada rato divide o une individuos. Incluso
los mata.
Ya
comentaba un amigo: “¿Ella lo insulta por “taxista” o por “negro”? Las dos
cosas no son lo mismo. Debió decidir que le molestaba más de él.” Comentario
excepcional y al punto, porque apunta al meollo del asunto.
Ningún
grupo social ha sido más discriminado en la historia que aquellos que nombrados
con el lenguaje de los colonizadores europeos; se les ha etiquetados como “negros”
o “indios” (nativos americanos). La colonización americana causó millones de
muertos en nuestro continente, pero también la diáspora forzada de otros
millones de un lado al otro del Atlántico.
Siglos
de esclavitud, siglos de destrucción sistemática de los tejidos sociales,
religiosos y culturales –siglos de construcción ideológica a través de la
educación, de la literatura y de las ciencias occidentales– construyeron
prejuicios que señalaban a indígenas y afrodescendientes como sujetos sin
cultura, sin identidad, sin ciencia, sin arte, sin vida.
Todo
esto ya debatido, estudiado y demostrado a través de las ciencias (sociales y
naturales) –genéticamente no hay diferencia de inferioridad ni superioridad, y si
se debe hablar de raza, sería más bien la raza humana– debería ser suficiente
para cuestiones tan comunes (y justificadas muchas veces) como el acto de insultar.
En
el insulto juegan tres actores: el insultante, el insultado y los testigos, que
celebran o critican. Me temo que en esta ocasión sólo hay insultados: una vez
más se demostró lo colonialistas que somos. Como cuando no dejamos entrar a
alguien a una discoteca, porque tiene un color de piel oscuro, o cuando echamos
a raperos de San Diego, porque “no tienen presencia”. Y todo esto muy
irónicamente perfecto por estas fechas de Independencia nacional, sea lo que
sea que eso signifique.