El
robo, asalto, atraco, hurto. Todo infiere la pérdida de algo de
forma involuntaria, y hasta violenta.
Colombia
tiene una gran tradición de pérdidas involuntarias. A nivel
individual, todos los días las calles se convierten en testigos
silenciosos de este infortunio: jóvenes y sus celulares, mujeres y
sus bolsos, personas y sus ahorros. A nivel colectivo, el
desplazamiento forzado –el más numeroso en el mundo– de
campesinos, indígenas y comunidades afro, expulsados de sus tierras,
espacio de construcción de identidad y lazos colectivos, pero
también fuente de riqueza para el armado.
No
hay día que, ante la inoperancia del sistema, la perdida no sea
protagonista. Y sin embargo, la mayoría de los robos, otro robo, se
maquina diariamente, casi de forma imperceptible, casi invisible,
omnipresente.
Vías
en mal estado, obras en eterna espera, interminables filas en pagos
de servicios, en reclamos, en solicitudes, en atención médica,
exposición a la publicidad, a servicios bancarios inútiles...
asaltos, atraco, hurto, pérdida de un bien preciado, infinito, y por
lo tanto irreal: el tiempo.
El
robo realizado diariamente, en cada semáforo, en cada pausa, turno,
en cada "Espere, un momento, por favor". Asalto de frente,
atraco en tu cara, supresión a cada instante de nuestra posibilidad
de ser. La vida, nuestros deseos, la oportunidad de vivir: eso es lo
que nos arrebatan en la burocracia de la demora, en la sociedad
construida para la pérdida.