La muerte de un hombre abaleado en la Plaza de San Diego no ha sido solo la muerte de un hombre, también ha sido la violación de un santuario, uno que parecía inexpugnable.
Los acontecimientos: un hombre se acerca, apunta con un arma, y aprieta el gatillo cinco veces.
El resultado: el aniquilamiento y olvido eterno de un primer beso, un último hasta luego, una noche de sexo, innumerables pensamientos, sensaciones, recuerdos, frustraciones, errores, la vida.
En el desarrollo de la noticia se disparan las opiniones sobre si era “inocente” o no, si la debía o no. Pues me importa mil culos si debía una “vuelta”, si era un “ajuste de cuentas”, si era un narco, si era judas, o la reencarnación de Hitler. Porque el hecho no es si era culpable o no de atentar contra la sociedad, sino la ejecución del más vil de los actos criminales, sin consecuencias, sin ley, en el lugar más simbólico – por su diversidad – en Cartagena.
Pero ¿Qué tiene de especial asesinen a alguien en la Plaza de San Diego? ¿Acaso en el resto de la ciudad no mueren personas? ¿Valen más las personas en San Diego que en los Caracoles, el Socorro, Las Gaviotas?
Bueno, lo especial de La Placita es la cantidad, diversidad, y calidad de personas que a diario se reúnen para compartir ideas, experiencias, pensamientos, arte, o “hablar paja”. No hay lugar tan estratégico en Cartagena dónde tantas personas –mayoritariamente jóvenes –, y tan distintas (los hay literatos, filósofos, historiadores, abogados, músicos, artistas, profesores, profesionales, vagos, roqueros, raperos, de todas partes de la ciudad, y quien sabe que más), puedan compartir tanto, sin jerarquías, sin mando y espontáneamente. Es la máxima representación de la convivencia pacífica de las ideas y su compartir en la cada vez más desgraciada e invivible Ciudad.
Por eso, la violencia que se ejerció ese martes en la plaza, fue un acto mayormente violento, simbólico, hacia todos los que participamos en ese frágil ejercicio de eso que vagamente creemos vivir, la democracia.
Y la pregunta es ¿hasta cuándo?, ya tan repetida, ya tan aparentemente vacía. Hasta cuando los hijos de mil putas, los violentos, y los ineptos de arriba decidirán como debemos vivir y morir. Si a las Instituciones de esta Ciudad les quedó grande la tarea de respondernos, pues será prenderles fuego y formar otras.
Por ahora, cuando regrese, pienso tomarme una cerveza en la Plaza, pensar que puedo hacer además de escribir, y negarme de forma terca a aceptar que la violencia gane la guerra en Cartagena, y en ese último bastión, la Placita.